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Ni los ingenios que entraron desde luego con mayor decisión y ahinco en el amanerado carril de la poesía francesa, deslumbrados por la novedad y figurándose que en imitar servilmente á nuestros vecinos consistía su mejor gloria, dejaron alguna vez de volver los ojos á los líricos españoles que brillaron tanto en la época tenida con harta razón por edad de oro de la poesía castellana. Sin pararnos á considerar el valor é importancia de las acaloradas controversias á que García de la Huerta dió margen con sus violentos desahogos contra el nuevo gusto extranjero, porque los críticos más notables de aquellos días estimaban cales desahogos en favor de nuestros antiguos vates como fruto de la natural extravagancia del irascible autor de Raquel, vése conirmada mi observación con sólo recordar la ndole privativa de la Fiesta antigua de toros en Madrid, de D. Nicolás Moratín, y la de casi odas las poesías del agustiniano salmantino iray Diego González. Procuraba éste imitar en ellas con amorosa fidelidad el estilo del maestro León, y consiguió efectuarlo, si no tan hábilmente como dice Quintana (según el cual sus versos se confunden á veces con los de aquel gran poeta), de un modo bastante dichoso, en armonía con la índole peculiar de modelo tan extremado y castizo.

Aquellos que entre nosotros se lanzaron más decididamente á imitar á los clásicos franceses esquivando la desvariada libertad de Góngora y sus discípulos, no tardaron mucho en caer en el extremo opuesto. Por huir del reve, i sado y altisonoro lenguaje de los culteranos, que á tan desdichado punto habían traído la expresión del pensamiento en los albores del siglo XVI; proponiéndose dar á su estilo la elegante sencillez y estudiada mesura que era en ocasiones como principal distintivo de sus modelos transpirenáicos, incurrieron en elgrave error de mirar con censurable desden la amena variedad, la riqueza y gallardía er giros y frases del lenguaje propio de nuestras musas, formado ó realzado por los insignes cantores del siglo que glorificaron con inspiraciones excelentes un Garcilaso, un Francisco de la Torre, un León, un Herrera, un Lope de Vega, y el mismo Góngora cuando no desatinaba. Buscando ante todo en la forma expresiva de la inspiración poética lo natural y razonable, dieron con lastimosa equivocación en lo prosáico y pedestre.

De esta enfermedad no se libraron por completo, á pesar de sus estimables dotes, ni el fabulista riojano D. Félix María Samaniego, afortunado imitador de La Fontaine, ni el discretísimo autor de las Fábulas literarias, D. To

más de Iriarte. Tanto se llegó á ofuscar en ese punto la imaginación de los aficionados ó cultores de la poesía, que al publicar en Madrid sus famosas Odas por los años de 1784 el bueno de D. León Arroyal, creía con ingenuidad candorosa que las había compuesto sin perder de vista «á Píndaro, Anacreonte, Horacio, Catulo, Boecio y los mejores de nuestros poetas,» calumniándolos inocentemente al tenerlos por remotos é indirectos inspiradores de versos como los que siguen. El autor se propone ensalzar la creación de nuevas poblaciones en Sierra Morena, decretada por Carlos III, y apostrofa así á la Sierra:

«Ásperas peñas, encumbrados cerros,

Cercados de espesuras y de horrores,

Desierto el más temible,

Capa de tantos yerros,

Asilo fuerte de los malhechores;

No há muchos años que te ví insufrible,

Infestada de fieras y ladrones,

Contando en tí las muertes á millones,

Y hoy te miro poblada

Con aquella maleza disipada:

Hoy en tí la justicia,

Cuando antes dominada de malicia:

Hoy jardín delicioso,

Cuando ayer un desierto temeroso:
Ayer Sierra Morena infructuosa,

Y hoy sierra clara, amena y deleitosa.

Confuso me he quedado

Al verte cual te veo,

Y sólo, sólo creo,

Que ó Dios con su poder esto en ti ha obrado,
Ó el gran Carlos Tercero te ha poblado.»

De tal manera comprendían el vuelo pindárico, el arrebato lírico de la oda muchos de los que entonces se apellidaban poetas, y en tan desmayado y ramplón estilo se figuraban que consistía la majestad y sencillez de la verdadera expresión clásica. Á separarla de tan mal camino consagraron nobles esfuerzos Jovellanos, Meléndez, Cienfuegos y varios más, habiendo logrado el segundo, nacido diez años después que Jovellanos y otros diez antes que Cienfuegos (1), sobreponerse á todos en el aplauso común, y obtener de sus contemporáneos el envidiable título de restaurador de la poesía castellana.

Como no trato de hacer aquí, ni fuera posible en tan breve espacio, la historia de esa poesía durante el siglo pasado y primer tercio del presente, sino de dar alguna idea de sus principales vicisitudes, para poder apreciar

(1) D. Gaspar Melchor de Jovellanos nació en la villa de Gijón el día 5 de enero de 1744; D. Juan Meléndez Valdés en Ribera del Fresno, provincia de Extremadura, á II de marzo de 1754, y Don Nicasio Alvarez de Cienfuegos en Madrid el 14 de diciembre de 1764.

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con mayor acierto con quién y hasta qué punto concuerdan en índole y genio las composiciones líricas de Olmedo, excuso detenerme en este asunto. Esa historia está ya escrita con profunda erudición y seguro dictamen por el ilustre académico D. Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar. Añadiré, no obstante, recordando algo de lo que él dice, que «en una civilización literaria que vivía más de reflejo que de luz propia,» Meléndez «fué y debió ser recibido con admiración y hasta con sorpresa, porque «sus perfecciones relativas, y hasta su mérito absoluto, eran grandemente adecuados para cautivar entonces la atención pública. Con efecto, cuando en alas del poderoso é insensato imperio de la moda había llegado á dominar en las regiones de la inspiración poética el enervante prosaismo de Salas, Montengón, Silva, Pichó, Arroyal y tantos otros, ineludible resultado de la servil imitación á que rendían ciego tributo, y de su errada manera de comprender lo que debe entenderse por gusto clásico, la aparición de un poeta de la amenidad y soltura de Meléndez, en quien el lenguaje era tan culto, la versificación tan fácil y el primor descriptivo todo color, abundancia y gentileza (según el acertado parecer de Cueto), no podía menos de causar honda impresión y de acabar para siempre con el

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