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coronel Fergusson, edecán de Bolívar, que yendo en auxilio de su jefe, é ignorante de lo que pasaba, le preguntó qué novedad ocurría.

El batallón Vargas salió en persecución de los artilleros; estos se pusieron en retirada, cubriéndola con sus fuegos en las calles de la ciudad. Antes de salir de su cuartel para atacar el de Vargas, dos oficiales con un piquete, saltando una pared, penetraron en la casa donde estaba preso el general Padilla, y sorprendiendo y desarmando la guardia, pusieron preso al coronel José Bolívar, jefe encargado de la custodia.

Obligado Padilla á salir con el coronel Bolívar á la calle, donde le esperaba otro piquete de artilleros, para ponerse á sus órdenes, se resistió á acompañarlos, exigiendo que se le restituyera á su prisión pocos instantes después.

En tal estado, que se hizo crítico por la aproximación de las fuerzas de Vargas en persecución de los artilleros, mataron estos de un pistoletazo al coronel Bolívar, y dieron la

espada del muerto á Padilla, dejándolo solo en el puesto. Saltó éste la misma pared que antes saltaron los artilleros, y se introdujo en su prisión, pero cometiendo la imprudencia de llevar consigo la espada ensangrentada.

Entre tanto Bolívar y su fiel criado permanecieron ocultos más de tres horas bajo el puente. De vez en cuando, algunas partidas del batallón Vargas que recorrian las calles, gritaban «Viva el Libertador! » pero éste no se presentaba temeroso de que aquel grito fuera una treta para descubrirlo. Al fin, repitiéndose los vivas, acercóse cautelosamente el criado á una pared, por orden de Bolívar, á ver quiénes eran los que pasaban; y conociendo al comandante Espina y al teniente Fominaya, edecán del general Córdova, supo en el acto lo ocurrido.

El historiador Posada Gutiérrez, cuya narración nos parece la más imparcial de las que hemos leído, dice que Bolívar, maltrecho casi sin poder articular palabra, montó en el caballo de Espina, y se dirigió en seguida á la plaza, donde fué recibido con tal entusiasmo que, á punto de desmayarse, dijo con voz

conmovida «< ¿Queréis matarme de gozo, ya que no he muerto de dolor? »

En efecto, aquellas horas fueron las más amargas que pasó durante su vida, y fácil es comprender cuál no sería su dolor al verse refugiado bajo un puente en las altas horas de la noche, apénas vestido, dentro del agua, ignorando lo que pasaba, puesto que sólo sabía, en aquellas mortales horas, que sus grandes servicios á la patria habían sido desconocidos, ¡ hasta el punto de buscarle para asesinarlo!.....

Bolívar regresó al palacio á las cuatro de la mañana, é hizo llamar en el acto al Presidente del Consejo Castillo Rada, para que lo convocara inmediatamente, á fin de que este cuerpo se encargara, por renuncia suya, de la autoridad que los pueblos le habían confiado, y se promulgara al mismo tiempo un indulto en favor de los conjurados, á quienes no quería conocer. Agregó que estaba decidido á partirse del país.

¡Cuán noble fué Bolívar en aquel momento! ¡César le habría envidiado! Desgraciadamente

no perseveró en su generosa resolución, porque el general Urdaneta, Córdova y los jefes de las tropas, y otros personajes que en tales ocasiones recetan patíbulas para demostrar los quilates de su lealtad, se presentaron en cuerpo ante Bolívar apénas supieron cuál era su resolución, y lograron influir en su ánimo, hasta hacerle variar. ¡ Error funesto, del cual se arrepintieron los mismos que lo habían aconsejado!

Catorce individuos fueron pasados por las armas, entre ellos cinco sargentos de la brigada de artillería. Al general Padilla y al coronel Guerra se les exhibió en una horca después de fusilados, y Azüero, joven distinguidísimo, fué pasado por las armas.

La exhibición de los cadáveres de los dos jefes nombrados produjo malísima impresión, y fué un alarde de crueldad, indigno del noble carácter americano.

Santander, condenado á muerte, obtuvo por recomendación del Consejo de Estado que se le conmutara la pena por la de destierro. Igual suerte cupo á Florentino González, joven de

23 años, que tan brillantes servicios prestó después á su patria. El comandante Carujo salvó la vida á cambio de delaciones que le infamaron, y el distinguido joven Vargas Tejada, huyendo hacia Casanare, se ahogó al pasar un río.

Este fué el triste desenlace de la conjuración del 25 de Setiembre. Por grande que sea el horror que inspire tan injustificable crimen, la posteridad cubrirá con el manto de su compasiva indulgencia la memoria de algunos de los que en aquella infausta noche asumieron el carácter de asesinos. Más que ésto, fueron fanáticos Ꭹ víctimas de sus propios errores, como lo reconocieron después. Ésta ha sido, á lo menos, la opinión de su propia patria, que honró más tarde á los que sobrevivieron con altos empleos, y á algunos de los muertos, con la erección de estatuas.

Por supuesto, no merecen tan piadosas indulgencias los advenedizos que tomaron parte en la comisión de aquel crimen, ni los que por realistas carecían de motivo quietarse por las opiniones de Bolívar.

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